- Por Juan Palomar Verea
El espacio público como patrimonio
Un patrimonio altamente vulnerable. Como es de todos, frecuentemente se cree que no es de nadie. O se actúa como tal. Si una finca de dudosa o nula valía se demuele –como ha sucedido– no faltan los desgarramientos de vestiduras y las jeremiadas. Pero se puede soportar que kilómetros y kilómetros de banquetas estén en pésimo estado o invadidas de variadas formas sin que se oiga a los mismos protagonistas de la defensa del patrimonio expresar alguna queja.
Una banqueta es una cosa sencilla, cotidiana. Pero es básica, central, para la convivencia cotidiana. Es la principal pieza del patrimonio común de los tapatíos. No será tan llamativa como los monumentos, ni tan identificable como las obras arquitectónicas de verdadera valía, pero la banqueta concierne directamente, a todas horas, a las vidas de todos los ciudadanos.
Es un asunto de principio: en las ciudades que se respetan las banquetas no se tocan. Punto. Son superficies continuas, bien pavimentadas, libres de obstáculos, adecuadamente arboladas, amuebladas y equipadas. Permiten a todo mundo caminar y encontrarse sin mayores problemas. Al menor reporte de invasión o abuso la ciudad se encarga de corregir, de inmediato, la irregularidad. Y de castigar a los responsables. Es lo normal, lo obligatorio, lo acordado por toda la comunidad.
¿Cuándo empezó en Guadalajara la erosión de las banquetas que ahora las tiene en tan lastimoso estado? Hay que decir que, de entrada, estos espacios peatonales fueron durante las décadas intermedias del siglo pasado –sobre todo en el primer cuadro– indiscriminadamente sacrificadas a favor de los coches. Un somero análisis de las secciones viales de este primer cuadro permite entender que se procuró, a tontas y a locas, dar el mayor espacio posible al tránsito rodante, al “progreso”. No es casualidad que recientemente, en el arreglo de las cerca de 150 manzanas del Centro que llevó adelante el ayuntamiento, se haya incrementado hasta en 40% la superficie peatonal. Tampoco lo es el hecho de que la opinión publicada le haya dado escasa relevancia a esta realidad, a cambio de hacerse eco de las quejumbres de quienes se sintieron “afectados”. Y que son en realidad los segundos beneficiados: los primeros son todos los peatones.
Lo grave es la manifiesta inconsciencia y docilidad con la que se somete la mayor parte de la gente para caminar por banquetas destrozadas, obstaculizadas, pelonas, invadidas por los coches. Con el paso de las generaciones y con la costumbre de la incuria, ha llegado a verse como algo “normal” esta situación. Nadie se acuerda de que es responsabilidad de cada vecino tener en buenas condiciones el espacio público frente a su finca. Los encargados del patrimonio no le dan al espacio público, a las banquetas, su verdadera jerarquía. Quizás porque no son “espectaculares”, no tienen autoría, “no son de nadie”.
Pero las banquetas, eje del espacio público de una ciudad, son, más que cualquier cosa, patrimonio de todos.
jpalomar@informador.com.mx
Una banqueta es una cosa sencilla, cotidiana. Pero es básica, central, para la convivencia cotidiana. Es la principal pieza del patrimonio común de los tapatíos. No será tan llamativa como los monumentos, ni tan identificable como las obras arquitectónicas de verdadera valía, pero la banqueta concierne directamente, a todas horas, a las vidas de todos los ciudadanos.
Es un asunto de principio: en las ciudades que se respetan las banquetas no se tocan. Punto. Son superficies continuas, bien pavimentadas, libres de obstáculos, adecuadamente arboladas, amuebladas y equipadas. Permiten a todo mundo caminar y encontrarse sin mayores problemas. Al menor reporte de invasión o abuso la ciudad se encarga de corregir, de inmediato, la irregularidad. Y de castigar a los responsables. Es lo normal, lo obligatorio, lo acordado por toda la comunidad.
¿Cuándo empezó en Guadalajara la erosión de las banquetas que ahora las tiene en tan lastimoso estado? Hay que decir que, de entrada, estos espacios peatonales fueron durante las décadas intermedias del siglo pasado –sobre todo en el primer cuadro– indiscriminadamente sacrificadas a favor de los coches. Un somero análisis de las secciones viales de este primer cuadro permite entender que se procuró, a tontas y a locas, dar el mayor espacio posible al tránsito rodante, al “progreso”. No es casualidad que recientemente, en el arreglo de las cerca de 150 manzanas del Centro que llevó adelante el ayuntamiento, se haya incrementado hasta en 40% la superficie peatonal. Tampoco lo es el hecho de que la opinión publicada le haya dado escasa relevancia a esta realidad, a cambio de hacerse eco de las quejumbres de quienes se sintieron “afectados”. Y que son en realidad los segundos beneficiados: los primeros son todos los peatones.
Lo grave es la manifiesta inconsciencia y docilidad con la que se somete la mayor parte de la gente para caminar por banquetas destrozadas, obstaculizadas, pelonas, invadidas por los coches. Con el paso de las generaciones y con la costumbre de la incuria, ha llegado a verse como algo “normal” esta situación. Nadie se acuerda de que es responsabilidad de cada vecino tener en buenas condiciones el espacio público frente a su finca. Los encargados del patrimonio no le dan al espacio público, a las banquetas, su verdadera jerarquía. Quizás porque no son “espectaculares”, no tienen autoría, “no son de nadie”.
Pero las banquetas, eje del espacio público de una ciudad, son, más que cualquier cosa, patrimonio de todos.
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